Viaje al principio del nazismo

NaschmarktViena es una ciudad que está llena de puertas ocultas al pasado. Uno de los sitios en donde hay más es el Flohmarkt de Kettenbruckengasse.

29 de Marzo.- Siempre he sido un amante de los trastos antiguos. Mi abuelo, que en paz descanse, tenía un cajoncillo en el mueble del comedor, en donde guardaba todo tipo de tesoros que a mí no me dejaban tocar. La mayoría, ahora lo sé, no tenían el valor más mínimo pero mi abuelo, que era un hombre muy meticuloso, los guardaba minuciosamente límpios y ordenados. Sobra decir que, para un niño y más para un niño como yo, aquellos tesoros minúsculos y humildísimos eran la llave de cristal que abría la puerta de la curiosidad. Y el imán más grande para mí era que aquellos objetos habían sido fabricados mucho tiempo antes de que yo naciera y eran como embajadores de un mundo cerrado, oculto, fascinante que a la mayoría de mis contemporáneos, por cierto, les chupaba un pie.

Cuando llegué a Viena, sin embargo, dejé de sentirme solo porque los austriacos, en conjunto, comparten conmigo la curiosidad infinita por los cachivaches y los objetos antiguos. En esta ciudad, en este país, hay infinidad de rastrillos, semanales, mensuales o anuales y todos los recorro yo, siempre que puedo, con muchísimo gusto. El que más me gusta (no siempre el más barato) es el del Naschmarkt, que se pone los sábados.

No me canso de pasear entre los puestos, para arriba, para abajo. Haciendo zig zag una vez en dirección a Karlsplatz, otra vez en dirección a Pilgrammgasse. Rara vez compro, porque una de las cosas que compartimos los amantes de los cachivaches es que, quienes conviven con nosotros, cuando aparecemos con algún objeto de más de cien años de edad, nos dicen que si tenemos el síndrome de Diógenes o, como decía mi abuela María (también,desgraciadamente, que en paz descanse):

-¡Con las putás y las mariconás que compráis por ahí, un día de estos vais a coger el “sidra”!

Sin embargo, hay cosas contra las que uno no se puede resistir. Mi debilidad son las antigüedades fotográficas (the goat tend to the mountain, o sea, la cabra tira al monte) y hay cosas contra las que no me puedo resistir. Ayer, por ejemplo, en la parte en donde se ponen los calés de Hungría, había dos cajitas de cartón. Tenían el tamaño de la palma de una mano y (¡Oh, fortuna!) estaban en perfecto estado. El puesto lo atendía un adolescente, vestido con la consabida cazadora de cuero y los consabidos pantalones de chandal. Yo, puse cara de póker (porque si te toman por un turista estás frito) y, con esa cara de lord inglés, abrí una de las cajitas. Estaba llena de placas de cristal (¡Bingo! Me dije ). Saqué una o dos. Eran negativos, fotos de personas y estaban en perfectas condiciones.

Afectando mucho desinterés (esa es la clave), ofrecí una suma por las dos cajitas:

¿Diez euros por las dos? –en total unas treinta placas de cristal.

El chaval preguntó algo a su padre en un idioma incomprensible para mí y aceptó. Y yo me marché corriendo con mi tesoro, antes de que alguien se arrepintiese de la transacción.

Luego, busqué un lugar seguro –el parque que hay enfrente del café Rudigerhof- y me puse a mirar al trasluz mis placas, que también han visto mis lectores a lo largo de este reportaje.

Mostraban las vacaciones en la playa, en algún punto de Alemania, de una familia (¿Austriaca?). En una de las cajas, a lápiz, alguien había escrito “Strand 1934”. En las fotos no había ningún indicio de quién eran aquellas personas a las que, en aquel momento, les quedaban cinco años de paz. En 1934, momento en el que se tomaron las fotos (quizá, incluso, en los días en que se tomaron las fotos) las nubes se empezaban a amontonar en el horizonte europeo. En Agosto de 1934 murió Hindenburg y Adolf Hitler fue nombrado canciller del Reich y adoptó el título de Führer. Poco antes, había sucedido la noche de los cuchillos largos, que llevó a consolidar el siniestro reinado del terror del austriaco. Un reinado del terror que terminaría con la vida de varios millones de seres humanos directa o indirectamente ¿Hasta qué punto sabían las personas que salen en las fotos que Alemania, el país en donde pasaban pacíficamente las vacaciones, se precipitaba con paso lento pero seguro hacia el precipicio? Nadie puede saberlo. Eran ricos (No todo el mundo podía permitirse una cámara de fotos en aquellos días) y hacían el payaso frente a la cámara pensando, como pensamos todos, que las desgracias y las catástrofes solo les suceden a los demás.

El ser humano es igual de ingénuo en todas las épocas de la historia y los rastrillos, que no son más que catálogos de las cosas que dejan los muertos tras de sí, sirven para confirmarlo.

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