Los austriacos y la muerte: party en el camposanto

Cristales rotos
Los austriacos hablan de la muerte con mucha naturalidad. Cementerio de Barfleur (Archivo VD)

 

25 de Noviembre.- En determinadas situaciones el español siente que ha llegado “donde nadie estuvo antes”. Su tesón en pasar desapercibido, en aprender los códigos más secretos del idioma aborigen, su insistencia en intentar comprender, en respetar y en aceptar todo lo que ve, por bizarro que le parezca, han hecho que pueda observar a los austriacos tal como son. Y lo que es más: en lugares que, normalmente, un extranjero no pisa (más que nada porque pertenecen a la memoria sentimental de este pueblo y el extranjero normal no entiende ni jota).

Ayer, jueves, se produjo una de estas situaciones.

El español estaba invitado a un concierto en memoria de Georg Danzer, cantautor austriaco fallecido en la primera década de este siglo, autor de memorables canciones que describen vívidamente el ambiente picante, sexual, ordinariote, etílico y francamente divertido de la Viena de la década de los ochenta.

Público cien por cien austriaco compuesto por unas doscientas personas. Todos, como se dice aquí, “vierzig plus” (o sea, de más de cuarenta años). Una respetable minoría vestidos como si no se hubiera estrenado todavía Regreso al Futuro III.

En una pausa del concierto, un grupo de aborígenes se puso a charlar sobre la noticia del día: la muerte de Ludwig Hirsch.

Herr Hirsch, que nunca fue lo que se dice la alegría de la huerta, estaba ingresado en el Wilhelminenspital de la capital austriaca, centro en el que le habían diagnosticado un carcinoma de pulmón que el propio Hirsch se había labrado a pulso a base de ser lo que aquí se llama un “Kettenraucher” (o sea, que encendía un cigarro con el anterior).

En la tarde del miércoles 23, Hirsch habló brevemente con su manager (“der Karli”, pronúnciese la ele comolos catalanes); luego, llamó a su mujer, se despidió de ella y, acto seguido, cogió la poca carrerilla que le permitían sus maltrechos pulmones y saltó por la ventana de su habitación, sita en el segundo piso del pabellón 26 de la clínica Guillermina. Un final digno de un cantante cuyo disco más famoso se llama “Canciones gris oscuro”.

¿El segundo piso? El segundo piso es arriesgado.
-Sí, porque se podía haber tirado y no haberse muerto. O sea, quedarse peor.
-¿No tenía un cáncer de pulmón?
-Sí, se estaba muriendo.
-No le quedaba otra opción. Además cuando…Cuando tienes cancer de pulmón…
-Hueles mal ¿Verdad?
-Sí. Apestas.
-Pues yo sigo diciendo que, desde un segundo piso…

Interviene un aborigen asombrado por el poder premonitorio del arte:

-¿Sabéis que tiene una canción que describe exactamente un final semejante? Es que se te ponen los pelos de gallina…

El español se queda mirando con cariño al grupo de aborígenes que continúan discutiendo con una naturalidad que es completamente ajena al carácter mediterráneo los estragos que un carcinoma puede hacer en un cuerpo humano y cómo es muchísimo mejor quitarse de enmedio mientras aún te queda un poco de dignidad (Austria, aclaro, es uno de los países del mundo con más tasa de suicidios).

En Austria, la enfermedad, por grave que sea, la muerte, son unos temas de conversación tan normales, tan poco cargados de emoción, como los resultados de la quiniela. La mentalidad aborigen es: “señores, para qué vamos a andarnos con mariconadas. Aquí, todos nos tenemos que morir, ¿No? Tampoco es tan grave después de todo”.

Mientras escucha, recuerda el español que, cuando asistió en Viena a la despedida del primer suicida al que había conocido personalmente, le sorprendió mucho que, casi con el muerto de cuerpo presente (vamos, estaba en el tanatorio), los asistentes a la reunión cuchicheaban flemáticamente a propósito del estado en que había sido hallado el cadáver, dando todo tipo de detalles y aportando recuerdos e impresiones del acervo personal de cada uno, como si se estuvieran intercambiando recetas de esas galletas que los austriacos hornean furiosamente durante esta época del año.

Piensa entonces el español que, desde que vive aquí, y aunque espera que su fallecimiento se produzca (toquemos madera) dentro de muchísimos años, le tiene mucho menos miedo a cascarla.


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