Es un truhán, es un señor

Aguila sin blasón
Una de las águilas imperiales que ornan Viena (A.V.D.)

15 de Mayo.- Las relaciones austro-españolas han estado siempre definidas por lo entrañable. En los tiempos antiguos, entre las cortes madrileña y viení fue incesante el ir y venir de archiduquesas, confesores maquiavélicos con derecho a roce, guerreros, espías, y correveidiles de toda índole.

En épocas más recientes, siglo XIX, muerta María de las Mercedes (la pobre) importamos una reina, María Cristina, algo pariente de Sissi, a la que su marido, con una llaneza que había aprendido en los colmados de Madrid, exhortó a cerrar muy fuerte las piernas, no fuera a ser que, por cierto hueco, entrase algún elemento extraño que escachifollase el artilugio canovista (1). Ella, como buena austriaca acostumbrada a la disciplina conventual, se atuvo a la norma férrea impuesta por su marido y, si bien no fue querida (el pueblo de Madrid, que nunca intentó comprenderla, la llamaba con desprecio “Doña Virtudes”) por lo menos no se pudo hablar mal de sus actividades amatorias. Quizá nos hubiera valido más que hubiera sido menos casta y menos decente (que lo fue un rato largo) y hubiera tenido más vista gobernando. Pero qué le vamos a hacer.

Cuando los austriacos decidieron sacudirse a los del águila bicéfala y mandarlos a la única isla que flota de manera natural (porque es de Madeira jur jur jur) los españoles acogimos a la emperatriz viuda (Zita) y a sus hijos. Entre ellos, al heredero del último Kaiser, el simpático de Don Otto de Habsburgo-Lorena (y olé), el cual quizá hubiera merecido mejores destinos, pero del que tampoco se puede decir que jugase mal sus cartas. Al contrario que el infante Don Juan, padre del actual monarca español, Don Otto no pasó su exilio en una cómoda ciudad con mar y casino, jugando al golf y persiguiendo chatis (sufriendo por la patria perdida, eso sí), sino que se lo curró de político europeista, se sacó varias carreras y consiguió reciclar la marca Habsburgo, que todos daban por periclitada. Por el camino, su familia se forró, su padre Karl, el último emperador, es beato y los nietos del último kaiser son parlamentarios en varios órganos legislativos europeos.

Estos vínculos históricos corren el riesgo de terminar molt malament como los informadores de esta república siga rajando sobre nuestro monarca. Juzguen mis lectores y estarán de acuerdo conmigo en que el Gobierno debía dejarse de tanta prima de riesgo y defender el honor del Jefe del Estado: hace días, por ejemplo,  el Joite llevaba a sus páginas que cierta villa ha decidido declarar a Don Juan Carlos persona non grata en su término municipal, sin que hayan hecho mella en los encallecidos concejales las sentidas disculpas del soberano por haberse hecho un siete en el fémur estado en la salada Botsuana (ese país cuyo nombre, por cierto, se escribía con w cuando yo era chaval).

Por si esto fuera poco, ayer, en el telediario de máxima audiencia se informó a la ciudadanía de que los Reyes nuestros señores celebraban –es un decir- cinco décadas de casados. Se insinuó asimismo que la reina, debido a las contínuas “escapadas” (sic) del rey, llevaba años sintiendo cosas extrañas en las sienes, y que ya no se podía poner sombrero ni casi entrar por las puertas del sencillo Palacio de la Zarzuela. En fin.

Por la mañana, habían informado los periódicos locales de que el monarca había decidido banear a su presunta churri de la corte (¡!) y mandarla a Mónaco (¡!) a que llore su despecho. Como si nuestro rey fuera el emperador Paco Pepe y hubiera vetado a su favorita de la corte. Por cierto, llaman a lo que piensan que la princesa alemana es a nuestro rey con uno de esos bonitos préstamos franceses con los que el alemán se engalanó en la época imperial: Mätresse (pronunciese a la francesa Metgés). Amante, vaya. Lo que hay que leer.

(1)  Se dice que, en su lecho de muerte, Alfonso XII le dijo a su llorosa esposa “Cristinita, tú guarda el coño y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”. En favor de la austriaca hay que decir que no son las palabras que uno espera de un marido entregado y cariñoso.

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