Día sí y día también recibo correos de gente que quiere establecerse en Austria. Contesto a todas las peticiones de ayuda, pero unas veces con más gusto que otras.
12 de Junio.- Querida Ainara: hace ya casi veinte años, tuve un profesor de universidad. Era un argentino que respondía totalmente al tópico difundido por sus vecinos los chilenos, o sea “compra a un argentino por lo que vale y véndelo por lo que dice que vale”. Era bastante petulante, cierto, pero sin duda también inteligentísimo. Un profesor creativo, siempre interesante. Le gustaba espolearnos con enigmas que, al final, tenían siempre una solución lógica.
Uno, me acordaré siempre, fue este:
-¿Cuál es la tasa de fracaso entre los inmigrantes?
En la clase siguiente, dio la solución:
-Cero. Entre los inmigrantes no hay fracasados. El que fracasa, se vuelve a su casa.
Desde que escribo este blog, y particularmente en los últimos meses, he tenido ocasión de acordarme muchas veces de este acertijo. Día sí y día también recibo correos de personas que se disponen a emigrar a Austria (algunos de ellos, sin duda aquejados de ataques agudos de inconsciencia, incluso añaden que piensan hacerlo “próximamente”); en estos mensajes, enviados con esa desvergüenza (a veces muy sana) que proporciona el anonimato, me hacen preguntas que revelan lagunas en aspectos críticos para la supervivencia más elemental.
La mayoría, eso sí, tiene claro que el Estado austriaco o bien esa cosa difusa que se llama “la comunidad española” TIENE que ayudarles. Los más disimulados acuden a motivos filosóficos y enarbolan la bandera de una solidaridad que, se ve desde a la legua, solo funcionará en una dirección. Los que van más de frente, pura y simplemente, hablan de lo que podrán sacarle al país en el que vienen a vivir. En la vivienda social que creen que se les debe, en un trabajo que les proporcionará un servicio público de empleo que no han colaborado a sostener con sus cotizaciones, en un idioma que aprenderán mediante cursos gratuitos o regalados.
Naturalmente (y añado, previsiblemente) a los cinco o seis meses, agotados los ahorros, se vuelven a casa, para hacer verdad el enigma de mi profesor argentino.
De estas personas, yo siempre me he preguntado qué porcentaje representan en la masa de inmigrantes que dejan España. Las cifras que se dan siempre son las de aquellos que le hacen un corte de mangas a la madre patria, pero no se dice nada de los que vuelven. Porque volver es siempre un poco deshonroso y tiene el sabor amargo de la derrota. Quiero pensar que los autores de los correos que recibo son una minoría ruidosa pero a veces me invade el desánimo, Ainara y, aunque contesto a todas las preguntas que me llegan, también tengo que reconocer que unas veces lo hago con más gusto que otras.
Pero los inmigrantes españoles no fracasan solo por falta de información, por inconsciencia o por abandono de las normas más elementales de prudencia. También fracasan muchas veces porque no son capaces de asimilar suficientemente rápido una determinada manera de pensar y de hacer frente a los propios compromisos que a una mentalidad mediterránea le resulta molesta y cojonera pero que, aunque suene muy tópico escribirlo, es la base del éxito de esta sociedad. Algo a lo que, una vez te acostumbras, resulta muy cómodo porque hace que las cosas funcionen. Esta es la regla mágica: en muy pocas ocasiones un austriaco se comprometerá a nada que no pueda cumplir. Si dice que tendrá un trabajo en una semana o en dos horas o que estará en un sitio a las seis de la tarde, significará exactamente eso y, pasado el plazo, el otro esperará que reclames y tú, naturalmente, le podrás reclamar el cumplimiento de los plazos.
Es una manera de funcionar por el mundo que resulta vital para poder sobrevivir aquí. Y para quedarse.
Besos de tu tío
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