Artistas del Reich

un certificado naziAlgunos paralelismos entre la situación española actual y la de Austria en los tumultuosos días de 1938, poco antes de la anexión al “Reich” alemán.

23 de Septiembre.- Aunque primero…

 Un preámbulo sobre “los muñequitos”

Los que le conocieron, incluso los que le quisieron, hablan de Adolfo Marsillach como de una persona „especial“. El adjetivo “especial” aplicado a seres humanos viene a ser una cosa como cuando un amigo llega y te cuenta que un tercero en común se ha echado una novia nueva. Entonces tú preguntas que cómo es la muchacha, y el otro, después de dudar un poco, te dice que es “simpática”. Se puede estar seguro entonces de que algún defecto tiene.

En fin: de lo que no se puede dudar es de que Adolfo Marsillach era un escritor más que correcto y que sus memorias “Tan lejos, tan cerca” son un modelo de estilo.

Pues bien: en su libro, Marsillach explica que Pilar Miró (otra persona que debió de ser “especialísima” además de “horriblemente simpática”) llamaba a los actores a los que dirigía “los muñequitos” con un desprecio apenas disimulado.

Sin embargo, no se le escapaba que el drama de un director de cine o de teatro es que no puede prescindir de “los muñequitos” porque nosotros, el público, a quien vamos a ver al cine es a ellos.

Muchas veces sucede sin embargo que muchos actores o cantantes, lo mismo que Maradona en el fútbol, fuera del escenario son personas tirando a rupestres, muy alejadas de la sofisticación de los papeles que representan.

Por ejemplo, el gran José Bódalo, actor titánico, autor de composiciones memorables, era sin embargo en su vida normal un tipo de conversación desesperante que solo parecía tener un interés: el Real Madrid. Hace poco, su hija aseguró a un programa de televisión que el ilustre intérprete incluso tenía los calzoncillos bordados con el escudo de la casa blanca.

Remontémonos un poco.

En los últimos días de 1937 y los primeros meses de 1938, la situación política en Austria se había hecho más y más insostenible. Varias razones se habían conjurado para que se organizase la tormenta perfecta. Por un lado, el final de la primera guerra mundial, casi veinte años antes, había provocado la desmembración del antiguo imperio austro-húngaro y la llegada de una república menesterosa y apenas democrática que, desde su nacimiento, había dado bandazos desde las veleidades revolucionarias hasta lo que, en aquel momento, se llamaba, austrofascismo. La inestabilidad política y la aparente incapacidad de Austria para encontrar un nuevo modelo de crecimiento (después de la relativa prosperidad que, en el recuerdo de muchos, representaba la monarquía recién muerta) habían sumido al país en una hondísima crisis económica.

Había inflación, un paro galopante y cundía el desánimo por todas las capas de la sociedad. A esto, hay que añadirle un tercer ingrediente de carácter psicológico y sociológico: una gigantesca crisis de identidad (que solo se solucionaría, y no del todo, después de la segunda guerra mundial) ¿Qué somos? Se preguntaban muchos, y había muchas respuestas, la más minoritaria de las cuales era “austriacos”. En aquel momento, el pequeño país con forma de pipa les parecía a sus moradores un modelo agotado.

Guten Morgen, aquí Berlín

Por contraste, y ya se encargaba Goebbels de eso, la Alemania nazi aparecía reluciente ante el mundo. Un país bajo una autoridad clara –la de Hitler-, con una economía que, gracias a una política de rearme y a la nada despreciable contribución de las propiedades robadas a los judíos, iba viento en popa y, más aún, Hitler, igual que un Napoleón moderno, sumaba a su Reich nuevos territorios y, con ellos, recursos financieros para continuar con una política expansiva que todos los días rompía una barrera que, hasta el día anterior, había parecido irrompible.

Infiltrando topos en el Gobierno, en los pasillos del poder y en los medios de comunicación austriacos, Hitler y su ministro de Propaganda, se encargaron de crear un ambiente cada vez más enardecido y más germanófilo. El plan era fomentar un estado de opinión favorable a fin de forzar al Gobierno austriaco, que de todas maneras ya era autoritario y filonazi, para que autorizase una “consulta popular” (Volksabstimmung) en la que se preguntase a los austriacos si querían seguir siendo una nación autónoma o “integrarse” o, como se decía entonces, “volver” a la patria común alemana.

Así, lo que en principio había sido una hipótesis condenada a las catacumbas de un partido nazi minoritario y clandestino, empezó a tomar cuerpo como una idea prestigiosa y atractiva y, lo que antes cualquier austriaco hubiera considerado casi una traición, empezó a convertirse en el imaginario popular en la solución a todos los problemas, en la manera de volver a contar en el mundo.

A la postre, a Hitler no le hizo falta su plebiscito amañado para anexionarse Austria (la operación fue limpísima y muy rápida, a través de unos cuantos ministros del Gobierno austriaco vendidos al nazismo) pero muchas personalidades públicas austriacas creyeron percibir el el viraje en la dirección del viento, y encontraron necesario cambiar de caballo y apostar por el que tenía más pinta de ser el ganador, engolosinadas por la perspectiva de convertirse en “artistas del Reich”, como Hitler llamaba a sus ídolos de masas instrumentalizados.

Una de las que, con más entusiasmo, reivindicó el “derecho a decidir” de los austriacos fue la prestigiosa actriz de teatro Paula Wessely.

(Continuará)


Publicado

en

por

Comentarios

Una respuesta a «Artistas del Reich»

  1. […] Paula Vessely, esposa de Hörbiger y también actriz, tuvo que recoger del suelo a su marido, el cua… […]

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.