Vivimos en una época en la que el chisporroteo de la emoción sustituye muchas veces a la modesta realidad de los datos objetivos.
16 de Octubre.- Querida Ainara (*): echándole un vistazo a la Historia de la Humanidad, es muy fácil caer en la tentación de pensar que los animales de nuestra especie tienen una mentalidad binaria. Al hombre se le dan mal los términos medios. El ser humano vive en tensión permanente, cada pie posado sobre cabos opuestos. Sobre la creencia y el escepticismo, sobre la razón y el sentimiento, entre la lágrima y la calculadora.
Quizá esta última sea la tensión que más nos caracterice como especie.
Sobre todo, desde que las sociedades humanas empezaron a formarse y a adquirir la complejidad y la consistencia que hoy reconocemos.
En la carrera escolar, mediante esa simplificación que son, en el fondo, todos los relatos de los fenómenos históricos, nos enseñaban este vaivén en el que la Humanidad lleva meciéndose desde que se conoce a sí misma y que podría resumirse así: en aquella espléndida mañana del mundo que supuso el Renacimiento, germinaron las semillas que había plantado el invierno de la Edad Media y, entre las élites, floreció luminosa la razón de Leonardo. Dios –al que podríamos llamar el polo norte del sentimiento porque su presencia o su ausencia no dejan de ser una certeza individual e intransferible de un corazón a otro- dejó de ser el centro de la creación. Poco a poco, muy poco a poco, la lógica y el espíritu crítico empezaron a empapar la vida de los hombres. Pero la razón es una amante exigente y puede llegar a ser tiránica y, pasado el primer renacimiento, las formas se hicieron más exuberantes, quiso el corazón volver por sus fueros, el pincel se liberó del equilibrio clásico reinventado, el pensamiento perdió peso pero también se hizo más sensual…Hasta que llegó de nuevo el clasicismo, con su frialdad y su miedo a la loca de la casa.
Se llenaron los teatros de Ifigenias en Taulide y en Aulide, el Hombre se sintió hambriento de verdades definitivas y medibles, se despreció lo incontrolable y lo espontáneo, se quisieron poner reglas para lo que de por sí es irregulable ya que es la parte más animal de nosotros mismos y por el mundo se extendió un tedio frío y empolvado de blanco.
Hasta que, naturalmente, llegó el Romanticismo y sucedió exactamente lo contrario. Se movió la Historia, creyó la Humanidad encontrar la panacea en la intuición, tiró el hombre todos los lastres (cuando digo el hombre, en realidad, siempre hablo de las élites intelectuales que, en cada época, influyen en lo que el resto piensa) derribó los diques, se dejó invadir por un ímpetu melancólico, muchas veces suicida, hasta que el siglo XIX, con sus máquinas de vapor, se las arregló para convencer a la Humanidad de que el progreso podía ser rectilíneo y eterno. Era, naturalmente, falso.
En el colegio, sin duda por hacer todas estas cosas medianamente comprensibles, se poda la frondosidad que rodea estas mareas del pensamiento hasta dejarla de un tamaño manejable. O quizá porque se piensa que no es conveniente explicarle a los niños ciertas cosas. Por ejemplo, que los auges del sentimiento suelen coincidir con épocas de crisis en las estructuras de Gobierno, cuyas élites prefieren la estabilidad que da el “logos” supuestamente razonable (que ellas imponen, claro).
Nuestro siglo, Ainara (bueno, mi siglo, porque no tengo más remedio que sentirme hijo del siglo veinte) es época de ebullición y de crisis y por eso vive cada vez más preso del sentimiento.
La emoción urgente (inmadura muchas veces) empapa todas las discusiones hasta volverlas inútiles y circulares. La percepción de los fenómenos, muchas veces dudosa, sustituye al fenómeno mismo. La sombra al objeto, la reacción al hecho mismo. La niebla analfabeta a la letra comprobable (en la medida en que lo es).
Sucedió aquí mismo hace una semana, cuando yo me quejaba del aburrimiento que me produce la (mala) literatura que se está construyendo alrededor de una supuesta emigración masiva de jóvenes españoles al extranjero. La falta de datos comprobables hizo que, como en una sopa que hierve, el chat de Facebook o los comentarios de este blog entrasen en ebullición.
Esta semana ha aparecido en El País un artículo que, creo, viene a darme la razón en parte, corrigiendo los excesos que varias toneladas sentimentalismo barato e histeria han extendido sobre la fría y poco espectacular realidad de los datos.
El truco de esta vida es conseguir eso tan difícil que es el equilibrio. Que el corazón no se enfríe en exceso, pero que el sentimiento tampoco avasalle el espíritu crítico y la capacidad de análisis que son los atributos más hermosos de una mente bien ordenada.
(Perdón, Ainara, porque creo que en esta carta me he puesto quizá demasiado profundo, pero es que me apetecía). La siguiente, lo prometo, será más ligerita.
Besos de tu tío,
(*) Ainara es la sobrina del autor
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