La gente no se entera, tía

RegenbogenA veces, la mejor manera de esconder una verdad es ponerla bien visible.

23 de Octubre.- Querida Ainara (*): cuando yo era jovencito, trabajé en la tele durante cinco años. Una parte de ellos forman sin duda una de las épocas más felices de mi vida.

Historias de la televisión

Mi suerte fue empezar en el archivo, que es el centro neurálgico de cualquier televisión, porque más tarde o más temprano todo el mundo necesita algo de él. Allí, llegaban los redactores de los programas y, mientras esperaban a que Torrente (cita requerida) vomitara las cintas que contenían tales o cuales imágenes, yo charlaba con ellos. Aquellas charlas me enseñaron que la televisión es, fundamentalmente, un juego de espejos y que, a veces, no hay manera más eficaz de camuflar una verdad que mostrarla públicamente.

Por ejemplo: todos los años se cerraba la temporada de cierto programa  con una emisión especial. Un año, los colaboradores cantaban (en playback) cuplés viejos de Karina o de la Pantoja, otro año, se le daban sorpresas a los colaboradores, y así sucesivamente. En una de estas, dos redactoras (hoy medio famosillas, porque siguen saliendo en la tele) hablaban de una tercera que, entonces, era más famosa que ellas y para la que tenían que preparar una sorpresa (en caso de problemas para seguir el párrafo anterior, se recomienda una segunda lectura). Seguimos:

REDACTORA 1:Tía, y a Charo –nombre inventado- ¿Qué le hacemos?

REDACTORA 2:No sé, maja –dijo la otra mientras mordía el capuchón de un boli.

REDACTORA 1: ¿Y si le traemos a su primer novio?

REDACTORA 2: Pero tía, cómo te pasas ¡Si es lesbiana! –ella no utilizó este término, sino que aludió a la afición de la colaboradora en cuestión a hacer tortillas.

REDACTORA 1: Ya, tía, pero la gente no se entera.

Me acordaba de esta anécdota mientras, el otro día, veía Liberace (Behind the candelabra, ni idea de cómo la llamarán en España).

La máscara

Liberace fue un showman estadounidense archiconocido durante más de treinta años. Archiconocido no solo por sus habilidades con el piano sino, además, por los cuidados espectáculos que protagonizaba, en donde figuraba en un lugar destacado un vestuario que hubiera sido el sueño de un Luis XIV hasta el trastévere de LSD.

En sus presentaciones personales, Liberace interactuaba gustosamente con el público. Les enseñaba a las marujas sus anillos de diamantes, les dejaba palpar la suavidad de sus abrigos de visón con colas de cuatro metros, les hacía admirar su Rolls Royce decorado con lentejuelas conducido por un chófer uniformado de color lavanda como para salir en un anuncio en el que Barbie sacara a Ken  del armario a collejas.

A las señoras, por supuesto, se les hacía el porompompero pepsicola con Liberace el cual, entretanto, ejercía de yerno ideal, sueño de toda suegra, con una dentadura postiza con más teclas que su piano de cola forrado de espejos. A pesar de que, para cualquier persona con dos ojos en la cara, estaba claro que Liberace tenía más pluma que un nórdico del IKEA.

Behind the candelabra trata de la relación que Liberace, interpretado magistralmente por Michael Douglas, tuvo con su novio de muchos años, Scott (Matt Damon en la película). Una relación enferma en muchos aspectos pero también rabiosamente moderna, en la medida que refleja cómo ciertos elementos fundamentales de la subcultura gay se han universalizado hasta formar parte de la vida de todas las personas del mundo occidental. Desde el modorrete papa Benedicto hasta Alaska o la mamarracha de Rihanna.

Liberace también refleja, de alguna forma, cómo esta universalización que, para muchos, representa el triunfo de lo que podríamos llamar “el hecho gay”, también ha consitutido no solo el fracaso de una parte de lo que el movimiento gay representaba sino, aún más, un fracaso  de la sociedad en su conjunto.

Probablemente a Liberace le hubiera parecido una broma macabra el hecho incontestable de que, la sociedad, para sacar a personas como él de la cárcel en la que estaban presas, se ha metido en la celda con ellas para hacerles compañía.

La celda

Y es que nuestra sociedad, Ainara, junto con ciertos valores positivos del colectivo homosexual (el respeto a la diferencia, la autoafirmación personal, por ejemplo) ha adoptado otros no tan ventajosos, que nacieron como medios para sobrevivir a la brutal clandestinidad a la que los gays estaban sometidos (y que aún sufren en algunas partes) y que, funcionando en un mundo “libre”, van en contra de la marcha natural de la vida humana, cuando no de la propia salud mental.

(Conste que, cuando uso en este contexto el adjetivo “natural” no lo hago en el mismo sentido que en el Vaticano. Ahora se verá).

Estos rasgos son, por ejemplo, la construcción de un “personaje-escudo” o, mejor, de un “personaje-marca” que agitamos delante de nuestra propia realidad y que, en muchos casos, va en contra de nuestro yo más íntimo.

Una personalidad que se construye en esas redes sociales que van devorando poco a poco nuestra privacidad (con nuestro beneplácito, que es peor), en las que compartimos solo aquellos aspectos de nosotros que nos parecen aceptables para el universo de nuestros “compradores”. Una máscara que poco a poco va penetrando nuestra vida privada hasta contaminarla también de esa esclavitud de no ser quienes somos, sino quienes aparentamos ser para los demás, como Michael Douglas/Liberace cuando no se quitaba la peluca ni para echar un coito con su novio, al objeto de que éste no se enterase de que estaba calvo.

Otro rasgo tatuado en nuestra sociedad y que procede indudablemente de la subcultura gay, es la incapacidad de aceptar (e integrar) la decadencia física, la vejez. La obsesión fóbica por mantener la juventud a cualquier precio.

Es muy sintomático que todas las llamadas “musas de los homosexuales” son señoras que se someten a torturas inenarrables para presentar un aspecto juvenil cada vez más plástico. Marlene Dietrich, Madonna, Demi Moore, son en realidad mártires de un culto que empieza en lo sano y termina necesariamente en lo grotesco.

En fin, Ainara, llevo ya dos folios de carta y creo que tengo que parar aquí. Te prometí que la próxima sería ligerita. Creo que no lo he conseguido del todo.

Besos de tu tío.

(*)Ainara es la sobrina del autor


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