10 de Junio de 1984

Mi primera comuniónHoy habla el autor de un momento especial de su vida, en el que quizá puedan verse reflejados sus lectores. Sucedió hace 30 años.

Para mi hermano Sebas, el mejor imitador de “Don Antonio” 🙂 por los Gremlins, los cazafantasmas y las ballenas 🙂

9 de Junio.- Al sacar hoy la conversación digital de que mañana a eso de las once, hará treinta años de mi primera comunión, un amigo cibernético se ha sorprendido de que me acordara tanto del día como de la hora.

Lo cierto es que, quizá por ser lo primero que hice “como adulto”, todos los pormenores de mi primera comunión y de sus preparativos me quedaron grabados a fuego en el cerebro y, a voluntad, puedo resucitar los detalles en movimiento, como si se tratara de una película.

Por eso, y porque dentro de otros treinta años mi memoria no será tan buena, me he decidido a contar hoy todo lo que recuerdo de aquel 10 de Junio de 1984, de modo que mi sobrina Ainara la cual, por lo que parece, ni va a hacer la comunión ni parece que lo vaya a echar de menos, tenga una estampa de lo que ese ritual era en la época en la que su tío era un niño.

La mitad de los ochenta del siglo pasado

Empezaré diciendo que, a la altura de la mitad de los ochenta del siglo pasado, hacer la comunión era una cosa masiva. O sea, de una clase, el noventa y cinco por ciento de los niños y de las niñas “tomaban” (así decían las personas mayores que querían pasar por finas) la primera comunión. En mi clase, que yo recuerde, solo G., una niña que corría muchísimo –era más rápida que todos los chicos, por supuesto más rápida que yo, que he sido siempre un desastre para los deportes- solo G., decía, no hizo la comunión. Y todos la mirábamos con cierta pena (esa pena un poco cruel que tienen los niños por los que no son como los del rebaño principal) pero es que claro, G., también era un poco rara porque no daba religión (era “testiga” de Jehová).

En mi época, en aquel Madrid suburbial y proletario, hacer la comunión era algo que se daba por supuesto. Esto, añadido al babyboom me mediados de los setenta, hacía que las iglesias vivieran una época dorada con chorros de niños cada año yendo “a la catequesis” (bueno, las iglesias y los salones de banquetes, y las tiendas de confección). A nosotros nos empezó a dar la catequesis una cierta “doña Paquita”. Una señora mayor –probablemente más cerca de los sesenta que de los cincuenta- que iba teñida del mismo tono de rubio que lleva mi abuela Alejandrina en la foto que ilustra este post –mi abuela es la señora del vestido rosa- y llevaba siempre falda y esas blusas de lazo tan Nancy Reagan que se pusieron de moda en los ochenta.

Monjas exclaustradas y amores desgraciados

Pronto sin embargo, Doña Paquita, la pobre, tuvo que dejar de prepararnos para “recibir al Señor” (otra frase que se oía machaconamente durante el período catecumenal). A los chicos nadie nos dijo nada, por supuesto, pero las madres murmuraban que “el marido tiene un cáncer de pulmón” y suspiraban,y luego decían “la pobre”. Porque en aquella época un cáncer de pulmón significaba que al pobre marido de Doña Paquita no le iban a quedar muchos meses para poder “recibir al Señor”.

A Doña Paquita la sustituyó una señora de pelo corto y una pronunciación muy característica, demasiado forzada por ejemplo en las cés, cuando decía “las preces”. Una pronunciación un poco pedante. Esta señora iba siempre con un traje de chaqueta de color azul cobalto –debía de tener varios- y unas camisas blancas impecables abotonadas hasta el cuello. Pronto nos enteramos que era una monja que había colgado los hábitos. Circunstancia que, en aquella época, llenaba a la señora (¿Paz, puede ser que se llamase?) de interés. Lo cierto es que aquella mujer a mí me pareció siempre tan inteligente como triste, por lo cual, el niño leido, sabihondo y propenso al dramatismo que yo fui, empezó a pensar que la Señorita Paz ocultaba un oscuro secreto y que quizá había dejado de ser monja debido a un amor (si estaba tan triste, el amor debía de ser no correspondido y sí, antes de que me lo digan mis lectores lo digo yo: aprendí a leer en el Pronto y claro, en algo se tenía que notar). Lo cierto es que, cuando íbamos a hacer mandados, mi madre y yo nos la encontrábamos con cierta frecuencia y yo, como siempre he sentido mucha solidaridad con los tristes, procuraba ser con mi catequista más simpático de lo normal. Pronto desistí. La señora se escabullía a la primera ocasión, abonando en mi mente de niño la idea de que ocultaba algo, aunque quizá solo se tratase de que debía de ser un infierno ser exmonja, querer pasar desapercibida y que te reconociera todo el mundo por la calle.

Don Antonio da coscorrones

El tercer protagonista de esta historia es un cierto Don Antonio (nombre inventado) que era el párroco de la iglesia.

Oculto su nombre porque ya está muerto y porque no tengo más pruebas de lo que voy a decir de él que mi intuición. Don Antonio era, ahora lo sé, entonces ni se me ocurría pensarlo, MUY mariquita. Y cuando digo que era muy mariquita es que Don Antonio era una drag. El pobrecito, supongo que se había hecho cura para que la gente no hiciera preguntas, pero los niños, que son malos, le imitaban con mucha mala leche. El padre de Ainara todavía dice con mucha gracia una homilía de aquel Don Antonio, cuando nos conminaba a que “no fuéramos incrédulos”. Entonces nos meábamos de risa. Hoy, pues nos da ternura. Pobrecito Don Antonio, tantos años en el armario.

Don Antonio, aparte de que presuntamente le gustase canturrear “I will survive” cuando se duchaba, tenía bastante mala leche cuando se ponía (no era muchas veces, hay que ser justos). Recién empezada la catequesis, por ejemplo, el día en que supongo que al marido de Doña Paquita le dieron el diagnóstico fatal, Don Antonio la sustituyó. Nos sentó a todos –veinte niños- en la sacristía de la iglesia desierta y, empezando por las filas de atrás, se puso a preguntar el Ave María. Una manera como otra de consumir la hora semanal de catequesis, que era los jueves (a la misma hora echaban El Llanero Solitario y a mí me daba mucho coraje perdérmelo).

En fin: al que no se sabía el Ave María ¡Zasca! le pegaba un coscorrón. Yo bendije con toda mi alma mi manía de alumno pelota de sentarme siempre en la primera fila, porque yo no me sabía el Ave María -¿Para qué va a querer un niño de ocho años saberse el Ave María, dígame usted?- . Afortunadamente, cuando el índice amenazador del Don Antonio llegó a mí, pude recitar lo de llena eres de gracia bendita tú eres entre todas las mujeres sin ningún tropiezo. En la cara del curilla –que era un retaquillo, en Chueca no se habría comido un colín– se dibujó una sonrisa gatuna. Poco después, nos explicó lo que era el sagrario y lo que eran las hostias, y cómo se convertían en el cuerpo y la sangre de Cristo. Sospecho que ninguno nos creimos demasiado la transustanciación, pero tampoco dijimos nada, no fuera a ser que a Don Antonio le diera otra vez por dar collejas. Bueno, de todas maneras, por entonces tampoco poníamos en duda lo que los adultos decían, así que Don Antonio hubiera podido cantar allí mismo I Will Survive o I Will Follow Him, como en Sister Act y nosotros hubiéramos asistido impertérritos al espectáculo.

(Continuará)

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