Bienvenidos a la Wiener Wiesn

Rosa WiesnEmpezó modestamente, pero la réplica vienesa de la Oktoberfest cada vez tiene más adeptos. Hoy, VD te lleva a una de sus manifestaciones más divertidas.

4 de Octubre.- De unos años a esta parte, ha sucedido un fenómeno curioso en la cultura popular de Esta Pequeña República (entiendo que también en el sur de Alemania). Los austriacos han redescubierto el traje tradicional y cierta versión (irreal y adaptada a los urbanitas) de la cultura campesina y se han lanzado a disfrutarla para alegría de la rama de la hostelería y de la industria textil.

La migración del Trachten

Lo he contado otras veces pero, antiguamente (y aún es así entre la gente de posibles o entre los que no se han enterado de qué va esto) si una persona quería tener un traje tradicional austriaco (los famosos pantalones de cuero tiroleses o, para ellas, el vestido escotado con su delantal) tenía que dejarse un ojo de la cara en unas tiendas en donde unas señoras mayores con cinta métrica y cara de estar custodiando el santo grial, le tomaban a uno medidas y le aconsejaban sobre qué traje llevarse. Para los hombres, era una compra importantísima, porque los lederhosen, antiguamente, se transmitían de padres a hijos y sus poseedores mostraban lo “speckig” (literalmente “tocinoso”) que estaba el cuero de sus pantalones, eso quiere decir gastado, brillante, con pátina (de ahí el speck, la grasa) y la gente se admiraba. Las mujeres se gastaban también un dineral en un traje confeccionado a medida o, en todo caso, con tejidos carísimos y así, de esa guisa, se iba a la iglesia para la BBC (Bodas, Bautizos y Comuniones).

Ambas versiones del traje tradicional eran costosísimos atuendos que solo se sacaban del arca en contadas ocasiones y siempre muy solemnes.

En los ochenta (y con razón) el traje tradicional se asoció al ala más carca de la sociedad austriaca y, para la gente que fue joven en aquella época, el trachten todavía sigue asociado a ese segmento de la población que es siempre el último en llegar a los cambios y cuyo ideal sería, de hecho, que no hubiera ningún cambio. Nunca. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, particularmente desde el inicio de la crisis, la gente le volvió a pillar el gusto al asunto y ya el traje tradicional no está tan cargado como antes de significados negativos.

La mayoría de la gente lo considera un disfraz más o menos divertido, complemento indispensable de determinadas fiestas de carácter y vocación más bien verbeneras. Y como sucede con todos los disfraces, puede comprarse casi en cualquier sitio, por ejemplo, los supermercados baratos o las tiendas de ropa cuya mercancía se fabrica en infiernos asiáticos en los que los trabajadores cobran cuatro perras.

Y así, desde hace tres, en Viena también se celebra la Oktoberfest al mismo tiempo que en Munich. Y la cosa, que empezó como una especie de imitación en pequeño del gigantesco evento bávaro (una cosa así como la Feria de Sevilla en Cangas de Onís) ha ido tomando proporciones multitudinarias.

La Oktoberfest se hace gay

Y como en Munich, también los gays tienen una noche dedicada a ellos y una carpa que se pone de bote en bote porque es, con diferencia, la más divertida. La noche de los gays en la Oktoberfest vienesa no es frecuentada solamente por gays o por personas tolerantes con el hecho homosexual, sino que muchas parejas hetero que encuentran modo de entrar (hay tortazos por conseguir entradas) también se apuntan a un jolgorio que empieza a unas horas a las que los españoles solo salimos cuando vemos aún películas de Disney (las seis de la tarde) y que termina a las once y media.

Yo estuve ayer y a esta estancia pertenecen todas las fotos que ilustran este reportaje. Debo decir que se trató de un fiestón, que la música era de la de entretenerse sin más pretensiones –grandes éxitos de ayer, de hoy y de siempre, interpretados por una banda muy cañera, más lo que yo llamo “los cantos regionales” del pueblo elegido, esto es, grandes canciones de Gloria Gaynor y los Village People-. Era muy curioso ver a toda aquella gente riéndose y cantando y saltando en grandes bancos corridos, cuyos pasillos surcaba una tribu de camareros y camareras al borde del infarto, trasegando cervezas (las famosas jarras de a litro que se llaman “Mass” (medida)) y comidas para el abono de cuyo importe había que tener la cartera muy bien forrada de billetes (una Mass de cerveza con limón, lo que aquí se llama Radler, le costó a este servidor de todos sus lectores la fantástica suma de nueve laureles).

Era todo una jocosa asamblea de campesinos improbables que jamás habían visto una vaca y de jacarandosas campesinas enseñandole a los cristianos lo que tendrán que comerse los gusanos algún día; y era un ir y venir a los servicios de gente que luchaba por encontrar la línea recta y un tonteo constante entre compañeros de banco –es bonito darse cuenta de que uno está en el mercado a pesar de que uno no tenga interés y decline amablemente la invitación-, era un ponérsete la carne de gallina cuando la gente se puso a cantar I am From Austria –yo es que soy muy sentimental y siempre me pongo de lado del que echa el mítin-y era una algarabía de brindis y de amigos que se demostraban lo mucho que se querían (bueno, dadas las circunstancias, eran amigos y a veces eran amantes, porque veías a dos señores que se encontraban y al segundo dos ya se estaban comiendo a besos); y eran las drags y las chicas disfrazadas de Conchita Wurst y eran las reinas de la fiesta y los reyes de la misma, y era un reirse por cualquier cosa y era descubrir a cada momento que, en manos de un gay, el traje tradicional puede transformarse en vestuario de Music Hall –desde pantalones de cuero bordados de lentejuelas doradas hasta coquetos pañuelos anudados al cuello, pasando por camisas con las mangas arrancadas para mostrar ese deltoides rebelde que se resiste a la labor de las pesas-.

En fin, una de esas cosas que, cuando suena la señal para la última ronda, te dices a ti mismo “el año que viene, volveré”.


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